lunes, 30 de agosto de 2010

En nombre de los hijos

Señor Sinay: Con Brenda, mi mujer, vamos a ser padres de nuestro primer hijo. Somos dos personas que nos preguntamos mucho, nos cuestionamos bastante. Me llama la atención lo que usted escribe: "¿Qué clase de ser humano quiero que sea mi hijo?" Y: "¿Qué es lo que puedo hacer para que lo logre?" Me parece una sana intención y al mismo tiempo me cuestiono sobre el rol de padres. ¿Hasta qué punto pueden/ deben influir en sus hijos? ¿Puedo moldear a mi hijo para que sea lo que yo quiero? ¿Dónde queda su libertad? ¿Debo querer algo específico para mi hijo? ¿Cómo hacer para que en ese proceso pueda él ser quien es o va a ser y no quien yo quiero que sea? Martin Cordoba

A las muy atinadas preguntas que preocupan a nuestro amigo Martín y a su esposa Brenda se le podrían agregar éstas: ¿educar consiste en traspasar conocimientos, información, consignas y creencias a las mentes de nuestros hijos? ¿Nuestros hijos están "bien educados" cuando se comportan como nosotros deseamos? La palabra educar proviene de dos vocablos latinos: ex (sacar) y ducere (guiar, conducir). Se trataría, entonces, de facilitar activamente la expresión de aquello que está en el interior de esas personas que son nuestros hijos. Como no existen dos personas iguales (no las hubo en toda la historia humana, ni las habrá), más allá de la materia prima común de la que estamos constituidos cada individuo encuentra su riqueza en su singularidad. Cuando ésta aflora, ese ser hace su aporte irremplazable a la totalidad de la que es parte necesaria, irremplazable e imprescindible.

Los padres son los primeros educadores, los esenciales. En primer lugar, porque son los responsables de haber creado al hijo (ya sea biológicamente o por adopción) y también porque son los primeros adultos significativos en la vida de éste. En el inicio el hijo depende de los padres como una planta del agua, como los pulmones del aire, como nuestros ojos de la luz. Los necesitan para ser alimentados, para ser protegidos, para ser reconocidos y registrados, los necesitan para ser amados, requisito primordial de una existencia con sentido. En los padres tendría que prevalecer la conciencia de que su función es respetar la singularidad sagrada de sus hijos antes que imponer sobre ella los propios deseos, las propias expectativas, las propias urgencias y, sobre todo, la propia necesidad de resolver, usando a sus hijos, las cuestiones no concluidas con sus padres. Mis hijos no son culpables de mis asignaturas pendientes (aquellas que mis padres no me permitieron cursar en la vida o que yo no me atreví a llevar adelante). Por lo tanto no honraré a mis hijos si pretendo que ellos sean lo que yo no fui, se trate de lo profesional, lo personal, lo social, lo afectivo o de lo que se tratare. Y tampoco los honro si me propongo perpetuar en ellos mi propia imagen obligándolos (a menudo de manera sutil y aparentemente "amorosa" y "generosa") a que sean, más que mis hijos, mis clones.

¿Cómo hacer, pregunta Martín, para que el hijo sea quien es y no aquel que los padres desean que sea? En los rigurosos, comprometidos y conmovedores trabajos que la convirtieron, a mi juicio, en la más valiente y lúcida abogada de los niños ( Salvar tu vida, Por tu propio bien, El drama del niño dotado y otros), la psicóloga, historiadora y filósofa suiza de origen polaco Alice Miller responde con contundente sencillez a esa inquietud: "Quiero a mis hijos -escribe- cuando soy capaz de respetar sus sentimientos y necesidades auténticas, cuando intento atender esas necesidades en la medida de lo posible. No los quiero cuando no los trato como personas con mis mismos derechos sino como a objetos que tienen que ser corregidos".

La respuesta, al fin, es la empatía. "Todos los niños necesitan respeto, protección, cariño, sinceridad, comprensión", dice Miller. "Todo eso junto se denomina amor". ¿No es lo que necesitamos todos? ¿Cómo requerimos o hubiéramos necesitados recibirlo? ¿Cómo nos habríamos sentido o cómo nos sentiríamos en caso de recibirlo así? Estos interrogantes están en el corazón de la empatía. Guiándose por ella, los padres que respeten a sus hijos (que no los adulen, ni intenten "comprar" su admiración manipulándolos o apropiándose de sus destinos) contribuirán a hacer de éstos personas respetuosas, empáticas, con capacidad de amar. Esos niños habrán sido bien educados, es decir, guiados para sacar de sí lo mejor. Serán libres, porque no estarán obligados a pagar deudas existenciales de sus padres.

Sergio Sinay es psicólogo y escritor argentino.

Publica semanalmente en la edición dominical del diario La Nación de Buenos Aires.


Artículo recomendado por la Lic. Jeanette Paredes, psicóloga del Departamento de Orientación del Colegio Alemán de Santa Cruz

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